El estreno de la serie de televisión pone de actualidad una de las enfermedades más virulentas de la historia. En el ecuador del siglo XIV un episodio transformó el mundo: ¿Qué pasó en nuestra ciudad?
El Museo Catedralicio de Segorbe conserva entre sus valiosos fondos el retablo de San Vicente Ferrer, pintado por Vicente Macip hacia 1525. En una de las escenas inferiores se representó al famoso predicador realizando una curación milagrosa. «En un monestir de frares de Sant Bernat estaven molts ferits de peste y lo glorioso Sant Vicent, passant per allí, entrà dins i guarí a tots», reza la cartela que escribiría el propio Macip acompañando la imagen. Más allá de los poderes taumatúrgicos atribuidos al santo, a quien por cierto la peste le afectó directamente al segar la vida de muchos de sus sobrinos, la pintura sirve de presentación para el tema de esta semana. Y es que por fin llegó. Tras una incisiva campaña promocional, ‘La peste’ está entre nosotros. La serie, claro. No les destriparé nada sobre ella, pero ya saben que para un servidor la ficción es uno de los mayores acicates para narrarles algunos aspectos de nuestra historia susceptibles de aumentar la empatía con nuestro pasado. La peste forma parte de él. Así queda recogido en infinidad de documentos organizados en nuestros archivos. Sirve de ejemplo el ‘Regiment preservatiu e curatiu de la pestilència compost per mestre Lluys Alcanyís mestre en medecina’, tratado científico publicado en Valencia en 1490 y redactado por aquel famoso galeno que acabaría ardiendo en la hoguera junto a su esposa, acusados ambos de herejes, apóstatas y judaizantes. Pero esa es otra historia.
El siglo XIV fue testigo del episodio pestífero más virulento jamás conocido a nivel internacional. En 1346, procedente de Asia, comenzaba a recorrer el continente de oriente a occidente una devastadora plaga cuyo vector era una bacteria que portaban las pulgas de las ratas. Se han escrito ríos de tinta al respecto, y por supuesto me centraré en nuestra ciudad, pero dos datos arrojan suficiente luz sobre el carácter devastador de aquel negro episodio. Entre un tercio y la mitad de la población europea desapareció. Acercándonos a nuestro territorio, el papa Clemente VI, entonces ubicado en la sede de Aviñón consagró el río que pasaba por la citada ciudad, el Ródano. ¿La causa? Convertir aquella corriente de agua en un camposanto donde arrojar los cadáveres cristianos que, dada la magnitud de la tragedia, carecían de espacio donde ser enterrados preceptivamente.
Valencia no fue una excepción. Como estudió Agustín Rubio, la peste llegó a mediados de mayo y desapareció, momentáneamente, en agosto, siempre de 1348. Se desconoce el número de bajas que causó en la urbe, pero en base a las documentadas normativas que obligaban a transformar huertos en cementerios, podemos hacernos una idea. Aquel brote inicial no hizo más que abrir un ciclo de golpes que se repetirían hasta seis veces en el siglo XIV. La peste no entendía de clase, sexo, edad o religión, aunque los medios de los más pudientes facultaban escapes más dilatados. El pavor, sobradamente justificado, también invadía a los monarcas. En 1362 Pedro IV huía junto a sus hijos desde el puerto de Valencia rumbo a Perpiñán, donde según informaba ‘eren ja passades les mortaldats’. El mismo rey había visto fallecer a su anterior esposa por la peste en 1348, y el nuevo brote del que escapaba, la ‘mortaldat dels infants’, atacaba con singular tino a los más pequeños. Niños como sus hijos, los futuros reyes Juan I el Cazador y Martín el Humano, quienes contaban entonces con 6 y 12 años respectivamente.